Identidad en América Latina


Fernando Báez
Rebelion.org
¿Qué es lo verdaderamente latinoamericano? Esta pregunta interesaba ya a Simón Bolívar, y su testimonio de dudas lo expresó en la llamada Carta de Jamaica de 1815: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallemos en el caso más extraordinario y complicado.” [1]

La sensación inexpugnable y reafirmante de fracaso ante el enigma de la identidad cultural de América Latina fue considerado a partir de categorías como raza y nación en el siglo XIX, por decir, y conviene señalar que desde entonces no ha habido método, teoría, hipótesis o conjetura que no se haya presentado como solución al problema. No se ha insistido lo suficiente en que el problema mismo es toda la solución que nos corresponde. La nostalgia exacerbada por la identidad es un fenómeno humano bastante extraño; no es un instinto, pero es un mecanismo que hace de la cultura un instrumento problemático de autopreservación. Sin la singularidad inquisitiva que otorga la identidad, no hay lealtad ni compromiso cultural.

Los pueblos de América Latina, sin excepción, han reafirmado una identidad emergente subsidiaria, pero para poder comprender el poder que ha tenido la rememoración como marco de acción colectiva, no se ha considerado realmente que sin memoria, la identidad es una ilusión. Somos lo que somos por lo que recordamos que somos, pero recordamos también por lo que somos. Híbridos, mestizos, heterogéneos: estas propuestas conciernen primero no a los fenómenos inmediatos, sino al registro total de la memoria.

Pregunto de nuevo: ¿Cuál es la identidad de América Latina? Y respondo: Lo que dice su memoria, no lo que prueban sus olvidos.

Hay una memoria genética que fundamenta los orígenes biológicos y seis memorias culturales sustantivas que operan para conjugar esta multiidentidad: 1)Una memoria conflictiva común gestada en la relación de conquista, expolio, esclavitud y genocidio antiguo y contemporáneo; 2) Una memoria indígena geomítica y ecológica; 3) Una memoria africana de transfiguración rítmica; 4)Una memoria hegemónica occidental: sistema religioso, sistema económico, sistema filosófico-ético, con tendencia ecocida; 5)Una memoria periférica de salvación y resistencia, que justifica cíclicamente la rebelión permanente y la revolución; 6)Una memoria negada del olvido, en la que se reprime la existencia de dolor por un pasado traumático. La multiidentidad latinoamericana ha consistido, como lo supo comprender Rodolfo Kusch al apreciar la cultura quechua [2] , en una memoria de “estar o no estar” más que de “ser o no ser”: una dialéctica en la que la identidad actual se adquirió por memoricidio e implantación.

En el caso latinoamericano, se trata de una identidad fractal: un algoritmo social que se autorefiere a sí mismo, pero con dimensiones que repiten la estructura inicial de violencia. Como ha escrito Raúl Dorra: “La América ibérica aprendió a preocuparse por su identidad y siguiendo la vía de esa preocupación aprendió el temor a la dependencia cultural. Por lo tanto, responder al problema -o al reto- de la identidad significó sustraerse y defenderse de quien le había enseñando a formulárselo. Situada en la periferia de la cultura occidental, es decir en los márgenes de Europa, la América ibérica encontró que su búsqueda de identidad no había de ser expansiva sino defensiva, no había de seguir un itinerario de semejanzas sino de diferencias. Debía mostrar en qué no era europea y formarse a partir de dicha negación, debía moverse entre la prohibición y el rechazo” [3] .

La identidad latinoamericana es más sencilla de reconocer que de definir porque América Latina nunca se ha definido como centro sino como periferia. Sus principios constitutivos deben considerar con prudencia las identidades primarias totales y excluyentes, con el déficit de tolerancia que ha distinguido la acción pública, formuladas por políticos e intelectuales que manifiestan con más fervor los valores con los que le gustaría identificarse que lo que es realmente el problema tratado. Se trata de partir de una identidad polifónica, no basada tanto en la nostalgia o en el narcisismo de la confrontación, sino en las prioridades de los modelos de gestión de la memoria común.

En la multiidentidad, las experiencias históricas compartidas constituyeron el patrimonio ineludible de relación: etapa aborigen, junto a los procesos de conquista, esclavitud, colonización, emancipación, dictadura, imperialismo, revolución, democratización. En cada transición, no ha sido el ensimismamiento sino la interacción o predominio de las memorias culturales lo que ha proporcionado la configuración de la región. No es la unidad absoluta sino la extensión dimensional de la diversidad de memorias la que respalda este modelo de identificación latinoamericano. La memoria mutilada actúa en la identidad latinoamericana como el síntoma que puede evidenciarse en las personas que sufren la amputación de un brazo o una pierna y durante años llegan a sentir incluso frío o calor, incluso dolor, en el miembro perdido.

La discusión sobre América Latina no puede desconocer, por lo demás, que no es un debate estéril, pues en todas partes del mundo se discute sobre este asunto, especialmente en Europa. Un síntoma del cambio se refleja en la anécdota de Borges, quien visitó Venecia para conversar sobre la identidad cultural europea y expresó: ‘Yo soy el único europeo aquí, porque pienso en Europa como una unidad. Cada uno de ustedes se siente francés, italiano, alemán; no europeo”.

El discurso de Vaclav Havel del 8 de marzo de 1994 aclaró que “la tarea más importante a la que se enfrenta hoy la Unión Europea es alcanzar una reflexión nueva y auténticamente clara sobre lo cabría llamar la identidad europea”. La respuesta a esta alocución vino en 1995 con la Carta sobre la Identidad Europea, en la que se estableció el principio de vínculo en repudio a la Europa del fascismo: “De las raices de la Antigüedad y del Cristianismo, Europa ha perfeccionado los valores tradicionales a lo largo de la Historia con el Renacimiento, el Humanismo y la Ilustración, de forma constructiva. Esto ha llevado a un orden democrático de validez general de los derechos fundamentales y humanos y del estado constitucional”.

Algunos pensadores europeos como Peter Sloterdijk han propuesto diferenciar entre identidades sedentarias e identidades nómadas: hay un esfuerzo que apunta en la dirección de desterritorializar los procesos de identificación para impulsar una identidad constitucional (Jurgen Habermas es uno de los principales gestores), institucional o vertebrada en valores universales (justicia, dignidad, libertad, etc) más que en referencias étnicas procedentes de las eras neolíticas. Las nuevas etnias y tribus, vislumbradas por algunos pensadores en el siglo XXI, son comunidades urbanas complejas. En esta propuesta, se plantea una filosofía que reivindique “la antigua sabiduría del emigrante: ubi bene ibi patria […]Y es que la patria como espacio de la buena vida es cada vez menos fácil de encontrar ahí donde, por un accidente de nacimiento, cada quien está. Sin importar donde se esté, la patria debe ser reinventada permanentemente mediante el arte de saber vivir y las alianzas inteligentes” [4] . De cierta manera, vale la pena confesar que este augurio finge no ser lo que es: un manifiesto dionisiaco de remordimientos por no volver a la Europa de inicios y mediados del Siglo XX, pero también una declaración jurada de temor a explorar la memoria colectiva europea por miedo a que congele su propio dinamismo presente.

Fernando Báez es autor de El saqueo cultural de América Latina (Debate, Random House, 2009)

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